Dra. Miroslava Ramírez Sánchez
Hace tan sólo unas semanas festejábamos gozosos a nuestras mamás en su día, y es que hay quienes piensan que la mayor parte de lo que hace a un ser humano sano en su desarrollo depende de la crianza de la madre y de la educación y cuidado que ella dedica al hijo.
En efecto, ellas hacen una labor titánica en la crianza e incluso son proclives a intentar hacer la doble función de padre-madre (sin lograrlo), llegando en momentos a justificar la lejanía o el desafán del padre con frases como: “No le hagas caso, ya sabes que él es así”, “aunque no esté contigo tienes que quererlo”, “tú no puedes juzgarlo, es tu padre y se acabó”.
El niño adquiere fuerza y dinamismo con la imagen paterna, mientras que recibe tranquilidad y seguridad con la imagen materna. Pero ¿qué ocurre cuando en la familia se crece al lado de una figura de papá, que a pesar de estar presente no es hábil y le falta voluntad o disposición para aportar reconocimiento a los logros de sus hijos, que no da caricias, ni afecto y que no da protección ni la seguridad necesaria para los críos?
El rol del padre tiene un sentido profundo en la construcción de individuos equilibrados y es de vital importancia, de ahí la falacia de pretender ser madre y padre. Cuando el niño crece con el hombre adulto, formador y padre, que practica las normas y ejerce límites sin titubeos, que hace uso convencido del “no” cuando el niño lleva a cabo actitudes de riesgo, logra tomar su verdadero lugar en la vida y va descubriendo que el mundo no gira en torno a él, que como niño no lo puede todo y que debe asumir las normas por más indeseables que sean.
El padre lejano se olvida de iniciar a los hijos en la sana canalización de la agresividad, propia de la testosterona, y al no ayudarlos a manejar esa fuerza tenemos en consulta psicológica a la nueva generación “fatherless” que son jóvenes que se han vuelto destructivos contra sí mismo y contra los demás, llenos de rabia y resentimiento que se desquitan con los más indefensos, como mujeres y niños.
El verdadero vínculo entre padre e hijo es el camino que construye de por vida la sensación de seguridad en una persona y se establece cuando el padre comunica abiertamente sus ideas, sentimientos y percepciones a su hijo. Se ha comprobado clínicamente que la ausencia de límites de manera oportuna y asertiva genera ansiedad en los pequeños, pues los límites dan seguridad y generan la certeza de preservación. Pero ante la actitud inconstante de un papá que a veces está y veces se ausenta impredeciblemente, un menor tiende a desarrollar una personalidad desconfiada debido a que sus expectativas de un papá ocupado de él no se cumplen, esta clase de niños (de padre ausente) crecen con una visión pesimista del futuro que generará una actitud derrotista ante los retos. Y la historia suele repetirse, un niño que tuvo un padre esquivo y lejano hará adultos desapegados, temerosos y sensibles a ser ignorados.
Hacer experimentos sociales en donde se prescinda del padre no solo daña a nuestras nuevas generaciones sino que las confunde y debilita generando trastornos clínicos tales como adicciones, abulias, depresiones difusas, fracaso escolar o personalidades apáticas por la falta de una figura de papá realmente formativa que le permita desarrollar la templanza de carácter para equilibrarse en momentos de crisis, pues el padre enseña que la vida no solo es gozo, bienestar y protección sino que implica dolor, renuncias, fatiga, resistencia. Esta postura complementa, de forma armoniosa, la posición placentera e incondicional del amor materno generando así niños autónomos y plenos.
La ausencia de un padre genera individuos sin identidad propia, no obstante, es posible encontrar una figura sustituta en algún profesor, tío o abuelo en quien podamos apoyarnos para que el abandono del padre pueda tomarse como una condición a superar y no como un hecho devastador que nos ancle al dolor y al vacío existencial. Siempre se puede elegir a pesar de la adversidad y de ello es preciso hacernos cargo.
¿Cómo puedo ser yo un buen padre?
- CUIDA DE TI. Ejercítate, relájate, no trabajes o te ocupes de más y deja un poco para la familia, pasa algo de tiempo a solas haciendo algo que te sea sano.
- ENSEÑA EL HÁBITO DE DIVERTIRSE. Juega con tus hijos, hagan deporte juntos. Ríe, bromea con ellos.
- APOYA Y TRATA BIEN A SU MADRE. La autoestima de tus hijos depende mucho de esto. Darle un masaje, dedicarle tiempo a ella, mostrarle afecto físico, involúcrate en las labores.
- ENSEÑALE A RELACIONARSE CON EL DINERO. Enséñale a ganar dinero en la familia, a ahorrarlo y también a saber gastarlo.
- ACOMPAÑALO A DESCUBRIR CÓMO AMARSE. Pasa tiempo con ellos, escúchalos, anímalos a combatir la pereza en vez de regañarlos, elógialo en privado.
- LEE CON ELLOS Y PARA ELLOS. Define una hora específica para sentarse a leer todos en familia, dedícale una lectura antes de dormir.
- PROTEGELOS. No convirtiéndote en su guardaespaldas sino enseñándoles a usar el cinturón de seguridad, empleando mecanismos de seguridad en la red de internet, enséñalos a nadar (es un seguro de vida), ayúdales a seleccionar buenos amigos, acércalos a resolver problemas constantemente.
- ESTAR PRESENTE. Hazte presente en momentos importantes. Planea y programa tiempo con ellos.
- SE TEMIDO, PERO AMADO. Que sepan que habrá consecuencias por sus decisiones, pero no castigos que inflijan dolor.
- ADMITE TUS ERRORES. Recuerda que eso te hará más respetable y genuino.
- IVOLUCRATE EN SU VIDA. Entérate y participa de lo que hacen y muestra interés aunque a ti no te guste tanto.
- ACEPTA A TUS HIJOS COMO SON. Es una transición y pasará.
- RECONQUISTA SIEMPRE TU RELACIÓN CON CADA UNO DE TUS HIJOS. Date tiempo en individual para descubrir el tu a tu.